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Delibes dice adiós

Miguel Delibes cuenta con una extensa producción novelística sembrada a lo largo de 60 años. Su obra constituye un paso esencial en el panorama de la narrativa española posterior a la Guerra Civil desde La sombra del ciprés es alargada (1948). Además, representa una buena guía de las distintas fases por las que pasa la novela en España, desde la novela existencial de los 40-50 hasta una problemática de corte social y actual, o desde un realismo minucioso hacia técnicas más experimentales como se ve en Cinco horas con Mario (1966), siendo «la busca de autenticidad», la elección del camino auténtico, la preocupación fundamental de su obra (Sobejano).

En el mundo literario de Delibes no faltan incursiones biográficas, desde su amor por el campo y la caza, dos temas recurrentes en su producción, hasta las notas personales en sus personajes, que imparten conferencias en Europa y Estados Unidos, etc., etc.

De claros tintes autobiográficos es Señora de rojo sobre fondo gris (1991), novela que constituye una declaración de amor y un claro homenaje de Delibes a su mujer, Ángeles de Castro, que falleció a los 50 años en 1974. La mano de pintura con que cubre la literatura no impide apreciar a Delibes tras el ficticio protagonista. De hecho, para algunos el texto es una suerte de exorcismo literario que sirvió al escritor para aliviar su dolor ante tal pérdida. El título procede de un retrato de su mujer pintado por Eduardo García Benito, que puede considerarse la razón que justifica el salto de la literatura al arte pictórico.

Un célebre pintor relata a su hija los recuerdos sobre la vida con su mujer, Ana, y especialmente durante su enfermedad y muerte a los 48 años. La hija desconocía muchos detalles al haber estado encarcelada junto a su marido por motivos políticos, razón por la que no se le informa de la gravedad de los hechos hasta que no puede ocultarse por más tiempo. El relato, ambientado poco después de la desgracia, es esencialmente un monólogo salpicado de saltos en el tiempo, recuerdos y descripciones, para conformar un discurso íntimo donde prima el dolor.

La vitalidad de su esposa era el pilar de su familia y de su carrera, pues ella se ocupaba del bienestar común, de la organización de la agenda del artista, etc. Su dolencia y posterior ausencia marcan un punto de inflexión para el pintor, que ve cómo su inspiración desaparece poco a poco, casi al compás que marca el avance del tumor cerebral que acabará con Ana. Así, en una emotiva escena se da cuenta de la verdad y confiesa que ella es su particular musa:

No había advertido mi presencia, pero cuando subí otro peldaño, dirigió los ojos a la escalera sin el menor sobresalto; sonrió al verne: No bajan los ángeles, ¿verdad?, dijo. Me miraba resignada, con una pálidad piedad. Yo asentí con la cabeza. ¿Hace mucho tiempo? Hice un esfuerzo: Desde que enfermaste, dije. Dobló la cabeza como solía hacer, buscando una perspectiva más favorable para mirarme. Pero supongo que no tendrá nada que ver una cosa con la otra, añadió. Fue algo imprevisto. Iba a responderle que no, que mi sequía actual era una crisis más, que pasaría como habían pasado otras, pero, repentinamente, titubeé, se me aflojó la garganta y rompí a llorar. Nunca había llorado ante ella y, entonces, me cogió de las manos y me sentó a su lado, en el sofá, dejando que mi cabeza reposara sobre su hombro. Me acarició la frente: No te aturdas; déjate vivir, decía. Súbitamente le confesé que no eran los ángeles, sino ella la que pintaba por mí, que yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad. Aproximó la cabeza para mirarme fijamente a los ojos: Eres tú quien pinta; métetelo en la cabeza, dijo. Señalé los cuadros arrinconados: Ya lo ves, añadí descorazonado. Me besó espontáneamente en la mejilla y dijo: Primo dice que el artista es un Guadiana que aflora y se sumerge alternativamente. Rodeé con mi brazo sus frágiles hombros y la atraje hacia mí. Veía sus ojos tan próximos que me ofuscaban: Estás un poco trastornado con mi operación, eso es todo. La besé. Debes serenarte, añadió. Nos besamos otra vez, luego muchas, cada vez más honda y frenéticamente, y acabamos amándonos allí mismo, sobre el diván, como habíamos hecho otras veces. Fue nuestra despedida (pp. 132-133).

Tras esto, los preparativos, la operación, el deterioro y la muerte. Una puerta que se cierra, y con ella todo un mundo, un orden, al que se dice adiós.

  • Delibes, M., Señora de rojo sobre fondo gris, Madrid, Destino, 2010.
  • Sobejano, G., Novela española de nuestro tiempo (en busca del pueblo perdido), 2. ed., Madrid, Prensa Española, 1975.

P.D.: Para acabar, una cita del comienzo sobre la relación de Ana con los libros:

En este terreno se movía un poco en la quimera. Amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido. Ella entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primer libro. Aquel que llegaba a interesarse por un libro se convertía inevitablemente en esclavo de la lectura. Un libro te remitía a otro libro, un autor a otro autor, porque, en contra de lo que solía decirse, los libros nunca te resolvían problemas sino que te los creaban, de modo que la curiosida del lector siempre quedaba instatisfecha. Y al apelar a otros títulos, iniciabas una cadena que ya no podía concluir sino con la muerte. Sentía avidez por la letra impresa. Y me la contagió (p. 22).

¿Quién no ha sentido alguna vez esta sana voracidad lectora?

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